Supermartes de depresión (o Un par de cumbias)


Como la Ley de Murphy, pocas. Sin duda. Apenas me jactaba de lo bien que me va sin las pastillas, apenas me estoy sientiendo bien por sentirme bien sin las muletas alopáticas y ¡Bang! Viene la depresión.

Fue el martes y miércoles de la semana antepasada. Sólo dos días que me parecieron el aviso y el recuerdo más aterrador. No supe ni cómo llegó. De pronto el martes me levanté casi normalmente, aunque con ese leve sentimiento que me lleva a pensar: “No, qué hueva ir hoy a trabajar, mejor me quedo en la casa y digo que me enfermé”. Pero lo supero como puedo y voy a trabajar. Y ya sentado frente a la computadora, con una lista de pendientes que bien puede esperar un día más, me dejo llevar por ese sentimiento que no sé de dónde viene y que me fustiga.

¿Para qué estoy aquí? ¿Qué hago aquí? ¿Qué tengo yo que ver con todos ellos? ¿Me gusta en serio mi trabajo? ¿De qué sirve que me esfuerce si nadie valora lo que hago? ¿En serio a alguien le importa? Si abandono justo ahora la oficina y me salgo caminando creo que nadie se daría cuenta. Quiero irme a mi casa y mandarlo todo al carajo. Quisiera salir a caminar a la calle y llegar en veinte minutos a la casa y meterme en la cama y no salir de ahí en dos días por lo menos. En serio, ¿qué de todo lo que hago realmente vale la pena?

Y a partir de ese momento recordé cómo eran mis días hace casi dos años cuando estaba en aquel otro trabajo en donde lo único que realmente me interesaba era la hora de comer y la hora de salida. Todo el tiempo que pasaba entre estos dos puntos lo que pensaba era en lo desdichado que era por tener que soportar a mi jefa y un ambiente insano que me tenía completamente triste.

Así me sentí ese martes. Y no me gustó. Tampoco podía hacer nada para remediarlo. Al menos así pensé durante todo el día.

Recordé también que justo así me sentí cuando hace cuatro años renuncié al que quizás era el trabajo de mi vida. Dije no a la oportunidad más grande que haya tenido en el plano profesional. En aquellos días sí que estaba mal de la cabeza tanto por haber renunciado en la forma en la que lo hice como por poder enfrentar coherentemente la situación laboral tan demandante.

Este martes, que curiosamente coincidió con el supermartes de elección en Estados Unidos, en mi caso fue supermartes de depresión. Ese día me fui a dormir con un cierto aire de culpa porque mi mal humor, mis formas ácidas hirieron a mi esposa y ella me echó bronca por eso. ¡Bah! lo que me faltaba.

Al día siguiente mi ánimo tampoco anduvo muy bien, pero tampoco tan mal. En el trabajo comencé a trabajar (gran cosa ¡eh!) y medianamente me distraje de mi desdicha aunque sin mucho éxito. Y más tarde me percaté de que no es necesario ni obligatorio sentirme mal. Algo había hecho que entrara en esta pequeña crisis de depresión y ese algo debía terminar.

No importa qué cosa hubiera sido, no podría ser que me arrebatara de esa manera. Traté entonces de recordar las horas y el dinero invertido con la psicóloga, las nutritivas discusiones con mi esposa y todas las horas nalga que he pasado reflexionando acerca de mi condición psicológica. Y dio resultado. Recordé las cosas que me deben ayudar no sólo en estos casos, sino diariamente. Debo valorar lo que tengo, poco o mucho, es lo que he conseguido, debo también ver el lado positivo de las cosas, sin clavarme en lo negativo, debo identificar, valorar y enorgullecerme (esto último yo lo añado) de las cosas que, considero, hago bien. Y sí. Poco a poco el malestar cedió hasta que me sentí mejor. De pronto me di cuenta de que el trabajo de meses enteros sí puede rendir frutos.

Todo ese malestar, que aparentemente no tenía origen, me preocupó. En otras ocasiones la depresión tiene un detonante: una discusión con mi esposa, algún problema en el trabajo, un conflicto con mi familia o mis amigos, una decisión importante que no quisiera tomar. Pero esta vez no hubo nada de eso. Al contrario. Pasé un fin de semana apacible, demasiado apacible, excesivamente apasible. Y, según la psicóloga ese fue justamente el detonante: la pasividad.

Rentamos una serie de televisión y pasamos todo el domingo y todo el lunes festivo tirados en el sillón viendo la serie. Una sesión maratónica de dos días que me dejó secuelas: la primera darme cuenta de que hay unos sujetos con un talento muy superior al mío, y la no absorción (ya de por sí deficiente) de la mentada serotonia debido a la inactividad física.

Sí, quedarme echado viendo la tele dos días seguidos me provocó la depresión. Creo que si sigo una línea lógica el hecho tiene validez. El día de la fiesta de fin de año en la oficina me divertí como enano: bailé como pocas veces lo hago, eché desmadre y no tomé una sola gota de alcohol. Dos días después la felicidad continuaba; si por el contrario me paso dos días seguidos en el sillón, la bioquímica no perdona, y me reclamó con senda depresión que bien pude haber evitado con un par de cumbias...

Comentarios

  1. exelente!!! psicologa tienes hay otros que creen que su titulo colgado es suficiente, cobran por tomarte test y muchos test y al final nada! leer tu blog y las pautas que te da tu psicóloga me ayuda más.Eso es seguro! gracias!! por compartirlo Jack

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