Carrera por un limón (Pequeñas crónicas 2)

¿Importa que sea domingo a las diez de la noche cuando la mujer que amas tiene antojo de una sopa Maruchan con limón? No.
Sobre todo si el abundante flujo nasal provocado por la gripa le impide pronunciar bien y en lugar de decir Maruchan dice algo que mi autocensura me impide, incluso, recordar...

Entonces salgo con todos los cuidados que el barrio bravo exige. Lugares, pocos y las señoras que venden tacos en el Eje Central seguro que me venden uno, pero no. Resultan ser más cuidadosas de su negocio de lo que cualquiera pudiera esperar. El valor de un limón en una noche de domingo puede aumentar tanto que impide su venta; hay que velar por el prestigio del changarro.

Me indican la ubicación de una tienda enclavada en los márgenes del barrio de enfrente que es todavía más bravo y, con temor de salir asaltado en el menos feo de los casos, me entrego al derrame total de adrenalina para dar esos pocos pasos hasta la mentada tienda. Conforme los recorría los pocos metros desde la avenida hasta la tienda llegué sospechar que era una trampa y que en realidad no había local, sino un par de tipos esperando a que se apareciera algún aventurero en busca de limones. Pero no, tampoco. La tienda estaba todavía abierta, pero tampoco tenían limones. Agradecí la sinceridad y la oportunidad de cruzar de nuevo la avenida para regresar a territorio conocido. Ya casi me vencía la desesperanza, creí conveniente regresar al nido de amor sin el ansiado cítrico, pero un sentimiento de heroísmo me empujó a hacer el último intento. Acudiría a las cantinas cercanas. Seguro había limones y la historia de mi esposa enferma me ayudaría.

Caminé por la calle paralela a la mía (bueno, no es mía, pero ahí está el departamento donde vivo y casi casi me siento su dueño), en la que por cierto nunca había caminado y de pronto, iluminada por las luces desde su interior se me apareció como un portal sagrado, la entrada a una pozolería. ¡Bingo! ¡Lotería! ¡Aleluya!, pensé.

Aquí seguro tienen hartos limones. Un pozole sin limón es como una papa sin catsup (en memoria claro de Glora Trevi cuya canción la elevó a alturas insospechadas de popularidad)... Un señor calentaba algo en las parrillas. Le pedí que me vendiera un limón. Me contestó, casi igual que las señoras de los tacos, que su negocio, que no tenía, además, en todo caso, que no los vendía... Casi me pongo a llorar... Pero mejor le expliqué la situación triste de mi esposa sometida al inclemente antojo de una Maruchan con limón acicateado por la pertinaz gripa. Quizás notó mi desesperación en la voz, quizás la imagen de su propia esposa que estaba en la habitación contigua lo conmovió y entonces accedió no a venderme un limón, ¡sino a regalármelo! Fui feliz. Regresé como héroe al departamento. Mi amada antojadiza me recibió con un lánguido hola, qué pasó. Le conté mi travesía y sólo atinó a decir ¿pozole, hay una pozolería abierta? Tráeme uno...

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