Por el rabillo del ojo (o Dos caídas, un día)

Mirar de reojo para mi se convirtió en lago cotidiano, pero sobre todo, consciente. Es un hecho que todos tenemos, en mayor o menos grado, desarrollada la visión periférica que es aquella que nos permite ver a nuestros costados de manera involuntaria.
Hace muchos años para mí era natural mirar de esta manera cuando jugaba baseball. Así espiaba los corredores de primera y segunda que abrían descaradamente. Luego apliqué la misma técnica para cruzar la calle. No me es totalmente necesario girar la cabeza para saber si viene o no un coche.
Esta visión es también la que me avisa en el metro o en la calle cuando alguien me está mirando fijamente. Es algo casi instintivo. Una vez que registro la insistencia de una mirada, me muevo para asegurarme que efectivamente es a mí a quien vigilan. Luego los encaro descubriéndolos en flagrancia.
Hoy en dos ocasiones hice caso omiso a mi visión periférica. A pesar de que con el rabillo del ojo me di cuenta de que dos cuerpos caían, no hice nada por remediarlo.
La primera vez fue en la oficina cuando un compañero, sin querer, tiró el florero, que tenía agua putrefacta y dos flores, de mi escritorio. Yo me había levantado para pedirle a la secretaria que me comunicara con un amigo, y cuando me di la vuelta vi con el rabillo del ojo que el florero se atoraba en la manga de la camisa de mi torpe compañero. Pero no hice nada. Seguí con mi movimiento esperando que el florero se rompiera en el piso. Y así sucedió. Él limpió el reguero que hizo de vidrio y agua, y luego me repuso el florero roto.
La segunda vez fue un poco más grave. Noté que un chavo más o menos de mi edad cerró los ojos al  tiempo que recargaba su cabeza en el tubo del vagón del metro. Ambos íbamos de pie y me pareció un gesto habitual de cansancio. Me percaté de su tono blanquecino en la piel, pero asumí que era su color natural.
Puse entonces mi atención en otra parte del vagón. Momentos después vi otra vez con el rabillo del ojo, cómo el sujeto se desplomaba irremediablemente a mi lado. Noté el inicio de su movimiento hacia atrás y di por hecho que quería apartarse de la puerta y como yo tenía suficiente espacio del lado contrario, simplemente me aparté.  
Pero no dio el paso, simplemente cayó de espaldas rozándome el brazo derecho y azotando fuertemente la cabeza contra el suelo. ¡Pac!
Creo que él estaba más sorprendido y confundido que todos nosotros que lo vimos caer. No hice nada. Estaba ahí, tendido junto a mí, y no lo levanté, no le pregunté si estaba bien,. Todos hicimos lo mismo. Todos excepto un sujeto que venía leyendo la Biblia y que fue el único que se arrodilló para ayudarle a levantarse.
De nuevo ignoré a mi visión periférica y, siendo sincero, me siento un poco culpable. Yo había notado su claro gesto de malestar, su palidez, su inminente caída, y no hice nada. Estaba, creo, absorto. No podía creer que alguien pudiera desmayarse tan dramáticamente. De hecho pensé que le iba a dar un ataque epiléptico, pero nada pasó. Nos veía a todos como esperando que le dijéramos que todo estaba bien que sólo se había desvanecido. Ni eso hice,
Me siento un poco culpable porque de haber seguido observándolo no hubiera evitado el desmayo, pero sí el tremendo golpe que se llevó. Lo hubiera cachado, lo hubiera detenido. Le hubiera hecho caso a mi visión periférica, al rabillo del ojo.

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