Sociología del cadenero (Pequeñas crónicas)

Contrario a las buenas costumbres mías, acudí junto con mi esposa a un antro en Insurgentes donde se baila salsa. Debo apuntar en descargo que lo hice por mera solidaridad con una buena amiga que ahí quiso festejar su cumpleaños. Como hacía mucho, pero mucho tiempo no asistía a locales de este tipo, había olvidado el perfil cuasi patológico del cadenero.



Cuando era un poco más joven, de hecho, cuando era adolescente, llegué a ir a este tipo de bares (o discos, o como se llamen) en los que tienes que hacer fila para entrar, y casi rendirle pleitesía al sujeto que permite la entrada basado en criterios incompresibles y obtusos como la apariencia y la vestimenta de los necios que intentan, por alguna extraña razón, entrar al mentado antro.



El perfil de estos rufianes es el mismo para todas las situaciones. Físicamente deben ser imponentes, ya sea fornidos, o francamente gordos, feos siempre y de pésimos modales. El poder que se les concede al cuidar la entrada del codiciado lugar les da la oportunidad de imponerse a los clientes como nunca lo harían bajo ninguna circunstancia.



Se envanecen haciendo perder el tiempo y la paciencia a las decenas de personas que les piden dejarlos pasar. De veras, es patético.



En esas estábamos mis amigos y yo, esperando a que un trío de esta fauna nos dieran su venia para salsear, cuando como una cubetada de agua fría recordé por qué pasó tanto tiempo antes de que regresara a uno de estos lugares: odio esta situación en la que no te dejen divertirte.



Junto con un buen amigo comencé a burlarme de estos monitos: de su trauma de poder, de su único reducto de autoridad concentrado en la cadena de un mugroso antro.



Definitivamente nunca he sido antrero. No me gusta bailar, soy y era malo ligando chavas, no me gusta emborracharme fuera de una casa conocida, y en general prefiero platicar en una cantina que gritarme en medio de una disco de altos decibeles. Quizás por eso soy tan intolerante con este tipo de situaciones.



Al final nos dejaron entrar a mí, a mis amigos y a los amigos de mis amigos, que no terminaron siendo mis amigos (por cierto). Después de muchos años de no intentar socialziar, me di cuenta de que sigo tan antisocial como cuando era adolescente. Algunas cosas nunca cambian...

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